Hemos sido los primeros. Desde el 9 de septiembre. Cuánta incertidumbre, cuánta expectación. Normas y nuevas normas. Cambios y más cambios. De un día para el otro. Puliendo y afinando; contando los minutos y midiendo los centímetros. Pero de eso hace ya algunas semanas, y qué rápido nos acostumbramos o…, por lo menos, se acostumbran. ¡Juventud, divino tesoro…!

La estampa es singular. Termómetros. Mascarillas. Geles por doquier. Desinfectantes. Distancias. Espacios acotados y recorridos marcados. Escalonamiento. Turnos y más turnos. Nuevos horarios. Colorines por todos lados. Aulas, puertas, ventanas abiertas; el viento corre.  ¿Trabajo coopera… qué? ¿Que hay que compar… qué? Profesores, personal de mantenimiento, de limpieza y de comedor parecen multiplicarse… Al menos, ha desaparecido la eterna pregunta: ¿cuándo nos cambias de sitio, profe?, ¿mañana?, ¿pasado?… Y por una vez uno puede responder con seguridad inusitada que los profes no lo sabemos todo…

Sin embargo, y a pesar de todo, venimos con los ojos contentos. Y es que… ¿cómo no íbamos a hacerlo? Si miramos un poco más allá, a lo lejos, al fondo, nos daremos cuenta de que, aun así, con todas estas nuevas normas y restricciones, somos unos privilegiados. Porque tomarse la temperatura diariamente es un privilegio. Porque lavarse las manos una y otra vez es un privilegio. Porque las mascarillas, los geles, los guantes, los desinfectantes, las camisetas de colores, las distancias… son un privilegio. Porque el confinamiento es un privilegio. Porque la mayoría de formas de evitar el virus son solo accesibles para la gente acomodada.

Gracias a todos por vuestra ilusión, por vuestro esfuerzo y por vuestra implicación para mantener abiertas las puertas que nunca deberían cerrarse: las puertas de un colegio.

Pero… ¿seguro que ni una vez nos vas a cambiar de sitio, profe?

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